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Foto del escritorLaura Camila Rincón

El silencio de mi secuestro

Jersson Quintero le teme a la lluvia, los truenos le recuerdan el día de su secuestro en Villavicencio. Tenía apenas cinco años de edad cuando la vida le cambió.


Dibujos de Yerman Blanco

Voy en taxi de regreso a casa; el conductor es alguien de confianza, nos conocimos hace cuatro años gracias mi hermana Johanna, quien fue compañera de estudio en la carrera de Economía de la Universidad de los Llanos en Villavicencio. Es Jersson Quintero, conocido por ser, además, un luchador y protestante contra las injusticias de Colombia.


En medio de la conversación, el hombre me mira a través del espejo del retrovisor, pregunta si le podría repetir lo que le había dicho segundos antes, que era apenas un saludo. La guerrilla, asegura, es la culpable de esos silencios que absorben las palabras. Me interesa lo que dice, entonces, indago un poco más.


—Son pocas las personas que saben de esa historia; me da un poco de pena contarla. No me gusta generar lástima, ni que me miren como una víctima, a pesar de que nunca fui declarado una de ellas —me responde.


Aquel pasaje de su vida inició hace más de dos décadas; durante ese periodo de la historia de Colombia, los grupos guerrilleros habían tomado control de ciertas zonas del país, ya no encontrábamos a los miembros de la Fuerza Pública realizando retenes, eran los grupos al margen de la ley quienes los remplazaban, atemorizando a la sociedad, emboscando policías o secuestrando políticos y empresarios. Jersson Quintero aumentó ese número, fue secuestrado cuando niño.



Entonces, mientras conduce su taxi, relata aquella historia:


En 1999, con tan solo cinco años, había salido en la ruta escolar junto con mi mamá, siempre la dejábamos a ella primero en el colegio Los Portales, en la vía a Restrepo, en el Meta, una zona rural, para luego dirigirnos a la escuela. Solo quedábamos tres personas en el vehículo escolar. Yo era el único niño allí. Al llegar a Vanguardia visualicé un retén de soldados camuflados, parecidos al Ejército. Nos acercamos y nos obligaron a estacionar. En ese momento, se identificaron como Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). Las dos personas que estaban conmigo en la parte de atrás también estaban atemorizados. El conductor trataba de no dar tanta información sobre mí, pues soy hijo de un policía. Si lo hubiera mencionado la historia sería otra.


No sabía qué estaba sucediendo. Solo me quedaba en silencio y observaba por la ventana el miedo de cada rostro de las personas que retenían. Nos hicieron descender del vehículo para luego escondernos bajo sus latas, en el suelo.


–¿Ya nos vamos a ir? –le pregunté al conductor de la ruta.


–Sí, pronto nos iremos –respondió con voz temblorosa.


Nos llevaron a una propiedad junto con otras personas. La casa quedaba a pocos metros del antiguo puente sobre el río Guatiquía. Al entrar, lo primero que vi allí fueron las camas, eran bastantes, estaban alrededor de la sala. Me acostaron en una de ellas, mientras fingía que estaba durmiendo. Al llegar, escuché que estaban dando instrucciones de cómo activar y desactivar explosivos, granadas y todo el armamento. Algunas habitaciones las utilizaban para guardar la dotación de combate.


—¿Qué sucedió con las otras personas? –le pregunto, luego de una pausa en su relato.


—Algunas las asesinaron –responde tajante mientras mira de nuevo el retrovisor. Le pido que continúe con la historia


Entredormido alcanzaba a escuchar cómo la gente lloraba; oía también disparos, aviones, explosivos demasiado cerca del lugar donde nos encontrábamos y algunas voces de los miembros de la guerrilla. Entre tantas, una de ellas iba en aumento: «escondan rápidamente a los niños», dijo un guerrillero. Volví a dormirme. Éramos pocos los que continuábamos en la sala de la casa.



Pasaron varias horas. Ya iba a anochecer. Diana, acompañante del conductor de la ruta, me levantó e indicó que nos podíamos ir. Nos dirigimos a la ruta escolar. Algunos miembros del grupo de las Farc se escondieron en las sombras de la fría noche.


Minutos después llegamos a mi escuela, el lugar al que nos dirigíamos antes del desenlace. Vi a mi madre esperándome en la entrada. Me recibió en sus cálidos brazos, sus lágrimas caían sobre mis hombros mientras preguntaba por mi estado de salud. Me sentía asustado y desorientado. Luego regresarnos a casa.


Ese año estaban en busca de Hernando Martínez Aguilera, el entonces alcalde de Villavicencio, quien le había hecho algunas promesas a las Farc, promesas que no fueron cumplidas, según se rumoraba. En los últimos años de ese periodo, el secuestro de menores por parte de las Farc se había convertido en una prioridad en los diálogos de paz del gobierno colombiano.


Entonces, después de dos años de aquel suceso, estaba viendo televisión en mi casa, pero no entendía lo que decían detrás de aquella pantalla. No escuchaba con claridad.

—Mamá, ¿podrías subirle volumen al televisor?

—Claro, ¿ahí está bien? —me respondió.

—No, se sigue oyendo muy suave, pasito.

—Ya le subí, ¿seguro que no escuchas bien? –me dijo con extrañeza.

—Aún sigue bajito.


El televisor estaba con el 80 por ciento del volumen, y seguía sin escuchar bien. De la preocupación, mi mamá me llevó a realizarme algunos exámenes. Tenía una ruptura en mis tímpanos, lo que generaba problemas de audición.


—Señora, ¿su hijo no ha estado cerca de algún explosivo? —le preguntó el médico. Entonces, mi mamá le narró lo sucedido.



Fueron cinco años de análisis para una posterior reconstrucción de tímpanos, una afectación que cargo hasta el día de hoy. Tuve que aumentar mi tono de voz, porque es lo que me indica mi oído, la gente siente que le grito. A veces, afirmo que entiendo lo que dicen, pero es mentira, callo por vergüenza


Cada vez que llueve, los sonidos de los rayos me recuerdan los disparos y las detonaciones de las granadas. Es un sentimiento de miedo que no cesa tras 21 años, todavía mantengo los recuerdos vivos. Igualmente, cuando paso por la casa donde nos retuvieron vuelven las escenas a mi mente: gente arrodillada suplicando por sus vidas.


A pesar del acontecimiento, no fui reconocido como víctima, tampoco quise serlo. Siempre me inculcaron que eso generaría un sentimiento de lástima. Debía dejarlo atrás. Mi padre no quería que se enteraran de lo ocurrido, por ser su hijo, un hijo de policía.


Esto me ha perjudicado de cierta manera, pues desconocía los beneficios que atribuyen a las víctimas del conflicto armado. Durante mi juventud solo pensaba en divertirme, no tenía el interés de hacerlo. Quería dejar el dolor, pero era incapaz de olvidar, la memoria trata de atravesar un recuerdo doloroso.


—Creo que ya llegamos a su residencia —rompe su relato y me aterriza de nuevo.


—¡Oh!, sí, estaba tan emocionada de su historia que no me había percatado que ya estaba al frente de mi casa —le respondo mientras termina de estacionar el taxi junto a la acera.


—Es angustiante tener las secuelas que este deja —retoma su relato—, secuelas para toda la vida. Creí que mi afectación era solo física, pero al pasar los años me he dado cuenta de que estaba equivocado. Cada sonido fuerte, lugar, me transportan en silencio al día de mi secuestro.

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