Baja estatura, 55 años, buena actitud, sentimental y con un trabajo honrado, don Alberto Macías reside en una casa humilde y grande hecha en madera en el barrio El Rubí en Villavicencio, junto a su hermana y sobrino, rodeados de un aroma muy enriquecedor y agradable; en sus alrededores hay dos árboles de frutas y un pequeño espacio lleno de café; ¿se podrán imaginar lo delicioso que huele allí?
La relación con su hermana no es muy buena, pues tiempo atrás, ella decidió no apoyarlo en su trabajo como reciclador, pero él nunca le dio el gusto de abandonar el reciclaje, aunque, de vez en cuando, se despertara ansioso en la madrugada para entrar en duda, sin saber qué iba a ser de su vida. Nunca se rindió y siguió el camino que lo hace feliz: reciclar día a día, sobre todo, gracias a los consejos que uno de sus compañeros le había dado: «tienes que hacer lo que a ti te guste y lo que creas que es correcto para tu vida», fueron las palabras de su amigo Luis.
Ambos tenían un propósito, ayudar al cuidado del medio ambiente.
Don Alberto terminó siendo reciclador, ya que, en muchas ocasiones se presentó en varias empresas, pero por su edad, lastimosamente, nunca lo contrataron.
—A pesar de mis problemas, soy muy afortunado de mi hogar y de mi trabajo tan tranquilo —confiesa Alberto.
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Jueves, 12 de mayo. Los colores intensos entre naranja y amarillo del amanecer, la soledad de las calles frías llenas de cráteres y el sonido de los pajaritos que pasean por allí, acompañan a Alberto durante su trayecto de trabajo que lo espera como reciclador. Transita así con su carreta llena de botellas y reciclaje por dos barrios cerca al sector en el que vive.
La primera zona que visita y en la que hace su recorrido es La Rochela, a unos 30 minutos de camino a su hogar, suena lejos, pero no, en realidad es cerca, tal vez andando solo sin el peso de su carreta no tardaría mucho, pero él, no se rinde hasta llegar. En algunas ocasiones se toma unos minutos de descanso sentado bajo un árbol con mucha sombra, para luego reiniciar su labor con toda la energía. Luego de su reposo continúa, pregunta en algunos hogares si hay algo para botar, o simplemente revisa en cada bolsa que tiran en las esquinas.
—Me da tristeza saber que hay personas inhumanas que echan vidrios en las basuras, una vez me corté —me dice Alberto, mientras lo acompaño en su recorrido. Cruzamos por varias cuadras llenas de mucho comercio, buen ambiente. Los trabajadores lo saludaban como si fueran su familia; lo estiman mucho por su sencillez y humildad.
—¿Dónde están Carlos y Tomás, don Alberto? —preguntó Fabián, uno de los vecinos. Alberto no respondió y eso me llamó mucho la atención; quise preguntarle si me podría contar sobre lo que había sucedido, pues se notaba algo raro, y más el haber ignorado a su vecino.
Sin embargo, en silencio continuamos la ruta, pasamos por el parque de La Virgen, allí encontramos un perro grande y peludo, volteé a mirar a Alberto y de un momento a otro se le aguaron sus ojos; lleno de tristeza decidió responderme lo que anteriormente le habíamos preguntado, primero su vecino y luego yo.
—Me sentí muy afligido al ver este animalito, se parecía mucho a mi mascota que ya está en el cielo —dijo Alberto.
Pero lo que a él más lo ponía bajo de nota, era el recuerdo que le pasaba por su mente al atravesar por aquellos barrios; Alberto solía estar junto a un amigo, quien lo acompañaba todos los días en su ruta, pero este se enfermó del virus que rondaba por el mundo entero y desafortunadamente su compañero no aguantó más la soledad y falleció. Por esa razón, don Alberto no reaccionaba ni decía nada, pues todo le traía de nuevo los bellos y los nostálgicos momentos que pasaron los tres juntos, Alberto, su mascota Tomás y el amigo confidencial Carlos.
—Fueron una gran compañía para mí, siempre los recordaré y los llevaré en mi corazón —promete.
***
11:30 a. m. Alberto no había desayunado ni tomado un vaso de agua. A pesar del poco tiempo que llevaba trabajando en el día, ya reflejaba el cansancio y el agotamiento en su rostro. Su mirada melancólica brotó luego de haber llorado un buen rato, tiempo durante el cual me contó la vida que llevó después de haber perdido a los seres que más amaba.
Me dio mucha tristeza, pues me comentaba que, si tenía para su desayuno, que era un buñuelo y un tinto, no lograba juntar para el almuerzo, pues sus pocos ingresos no eran suficientes para sus tres comidas diarias, desayuno, almuerzo, cena y algo de onces. Pasaron minutos y decidimos parar en una panadería muy conocida, el olor del delicioso pan nos atraía, pero más a él, que no había comido nada. Alberto ordenó unos huevos revueltos bien amarillos, chocolate con queso y un sabroso pan.
—Hace rato no desayunaba tan bien —dijo mientras tomaba su chocolate.
—¿Cuáles son sus ingresos? —le pregunté.
—Más o menos gano 300.000 pesos mensuales, señorita.
—¿Con este dinero alcanza a pagar al menos su arriendo?
—Sí, claro, como vivo con mi hermana, entre los dos pagamos.
Al terminar el desayuno, nos dirigimos al siguiente barrio, Villa Oriente. Alberto se cruzó con uno de sus colegas, noté que se llevaban muy bien. Luego me lo confirmaría.
—Tenemos muy buena relación, también con el resto de los compañeros —sentenció Alberto.
A eso de las 3:00 de la tarde, nos sentimos muy cansados, así que estacionamos la carreta en la avenida principal del barrio La Rochela, luego entramos a un restaurante; don Alberto dijo que siempre pedía un almuerzo no muy saludable (sopa acompañada con un banano), pero lo hacía, no porque quisiera, sino porque no le alcanzaba para algo mejor.
Entrada la noche, a las 6:00 de la tarde, como todos los días, se dirige hacia una bodega, donde deja su reciclaje, para al siguiente día realizar un chequeo de lo que sirve en realidad y de lo que no, y luego, cansado, coger rumbo hacia su hogar. Allí lo espera su hermana con una cara de amargada, pero Alberto ya no le presta atención; en el camino siempre obtiene buenas recompensas, sus conocidos, algunas veces, lo invitan a cenar, le regalan ropa y algo de reciclaje.
La vida de Alberto parece algo desanimada, pero lo que importa es que la siente como la mejor, como si nada le estuviera pasando; le da la buena cara al mundo, hace labores bonitas y ayuda al cuidado del medio ambiente, así eso lo deje sin muchas ganancias económicas.
Antes de despedirnos, Alberto me dice que se ve, en un futuro, con su propia bodega de materiales reciclables, para apoyar al resto de sus compañeros y familiares, y generar empleo dentro de esa industria del papel, el plástico, el vidrio y el cartón reutilizables con los que llena su carreta de sueños.
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