Por: Katte Aguilar
Solo bastaron 15 minutos de conversación para inspirar un poco de empatía y solidaridad hacia alguien. Y que ese alguien no se sintiera más como un objeto o un ser invisible en esta sociedad empobrecida por falta de sensibilidad hacia el ser humano.
Rubén mide alrededor de 1,70 cm, es blanco, medio delgado. Tiene barba, ojos claros y le falta un par de dientes. Suele pasar constantemente por las noches a mi casa pidiendo ayudas para llevar a su hogar, una casita en la que habitan su esposa y sus cuatro hijos.
Dos niñas y dos niños. Tuve la dicha de sensibilizar una vez más mi corazón, despertar mis oídos y observar claramente a Rubén, un joven que lucha diariamente para librarse del demonio de las drogas y que trabajaba en un taller, pero por situaciones desfavorables tuvo que parar.
Me encontraba sentada frente al computador investigando sobre la Revolución Francesa para realizar una línea de tiempo y faltaba un cuarto para las 10 p.m. cuando sonó el timbre.
Audazmente supe que era Él, pues ya venía haciéndole seguimiento y sabía que la gran mayoría de los lunes tarde en la noche era él quien tocaba el timbre. Ansiosa abrí la puerta principal y sus palabras fueron “buenas noches señorita, espero se encuentre muy bien”. Ya sabía el repertorio, pero esta vez mi respuesta no iba a ser “Sí, espere un momento”.
-¿Le gustaría tomar agua panela caliente con pan?- dije yo.
-Ave maría, por supuesto.- replicó Rubén.
Al cabo de unos siete minutos de espera, mientras calentaba el agua panela y alistaba el pan junto con otros alimentos para que llevara a casa; se me pasó por la cabeza averiguar un poco sobre la vida de este hombre. Preparé, en mi mente, las preguntas básicas para conocer a alguien. Serví la bebida caliente en un pocillo, el pan en un plato y me dirigí a pasarle la comida. Inmediatamente le lancé la primera pregunta.
-¿Cuál es su nombre?- pregunté yo.
-Soy Rubén- respondió amablemente mientras dirigía una rebanada de pan mojado de agua panela a su boca.
-¿Sumercé de donde es?- refuté, ya que le había oído un acento paisa.
-De Manizales- contestó él.
Dentro de mí, sabía cuál iba a ser la respuesta a la siguiente pregunta incómoda. Pero sentía la necesidad de hacerla. Me agradaba cada vez más Rubén, porqué su disposición para charlar con una desconocida fue de asombro y de confianza.
-¿Cómo llegó usted a los Llanos?- me sentía algo intrépida.
A lo que él me respondió -Yo le voy a decir la verdad, aunque me dé pena. Yo consumía drogas y donde ‘resocializaba’ -supongo que sinónimo de rehabilitación- el señor nos daba muy mal trato y yo me abrí de allí. Tomé mis cosas y llegué acá. Y ahí vamos, todo es un proceso en la vida.
Poco sorprendida por su respuesta, pues su apariencia física hablaba por sí misma. En sus pies traía unas quemaduras, pues me contó que estaba trabajando en un taller de mecánica y uno de sus compañeros se le cayó una batería y los líquidos de esta, terminaron cubriendo sus pies, lo que le produjo unas grandes llagas.
Con un “matrimonio” -la unión de dos medicamentos- soporta el dolor y sale en busca de alimentos u otras ayudas para llevar a su humilde morada.
Prosigo con el interrogatorio y pregunto si tiene hijos. En su cara se forma una gran sonrisa y empieza a hablar de ellos.
Tiene cuatro hijos, dos niñas y dos niños. El mayor tiene ocho y su nombre es Stive; la que sigue es Nicol con siete años; luego está Julián con cuatro añitos y la bebé de cuatro meses Eimmy Lussiana.
Me dijo Rubén con un toque de felicidad. Su esposa quiso elegir el nombre de Julián, ya que él había escogido el de los demás.
-Entonces, ¿Qué nombre quería para Julián? – pregunté.
-Yo había pensado en Emmanuel- suspirando respondió.
-¿Por qué Emmanuel?- refuté.
- Dios con nosotros- respondió Rubén mirando y elevando sus manos al cielo.
Un gesto que me estrujó el corazón y en ese micro segundo pensé en lo esencial que es dignificar a las personas, sin importar su procedencia; porque todos somos una historia. Finalmente, le hago la última pregunta, porque veía que estaba terminando de comer.
-¿Usted y su familia dónde viven?- le cuestioné.
-Vivo en una casita humilde. Queda dentro de un lote donde guardan maquinaría y cosas similares. A cambio, debo recibir a los trabajadores que llegan entre 6-7 a.m.
Luego de este intercambio de información, creí pertinente presentarme, así que lo hice. Le recibí el pocillo y el plato. Veía como recogía del suelo las bolsas con algunos alimentos que otras personas le habían dado. Y me dijo “Gracias señorita por todo, siga por ese mismo camino que va muy bien”. Dándome la espalda dijo “adiós, buena noche, Dios la bendiga”.
Prosigo a cerrar la puerta principal y en mi cabeza sigue retumbando la idea de que a los humanos nos falta agudizar más nuestros sentidos. Dejar de cegarnos por el poder que se nos da al tener algo de dinero o los beneficios que la vida nos ha otorgado.
Hacer un alto y empezar a apreciar las otras vidas, las otras personas que sienten y son silenciados por no “tener” cosas materiales en común.
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