Luciana Giraldo, estudiante de Comunicación Social - Periodismo de la Corporación Universitaria Minuto de Dios (Uniminuto), nos comparte este cuento breve titulado Dulce realidad, que nos pone a reflexionar acerca del dominio del hombre sobre la mujer, producto de un sistema patriarcal.
Para María Eugenia las noches se hacían eternas, ya no veía la noche como un espacio para descansar, sino de desvelo, pensamientos vacíos y desespero profundo. Su vida había sido bastante tranquila, pero a sus 65 años, empezaba a experimentar las más fuertes expresiones de la llamada vejez. Su cabello se pintaba de blanco sin ella pedírselo, sin embargo, en su lucha por lucir más joven de lo que realmente era, lo teñía de un negro azabache que le quitaba, a su decir, muchos años de encima.
Esperaba con ansias que el gallo del corral que estaba en la parte trasera de su casa, cantara para levantarse de un salto y dejar tras de ella la frustración de una noche más sin conciliar el sueño, no obstante, el brinco y su edad le cobraban cuentas, y una vez estando erguida, experimentaba un espantoso dolor en su espalda y huesos, que le hacían recordar que ya no tenía 20 años para levantarse con tal velocidad.
Quizás esa voz que escuchaba era la de su mente o la de su esposo Juan Antonio, que ahora reposa lánguido en la cama, roncando fuertemente haciendo que su bigote y barba, al estilo Full Beard, sufran un escalofriante movimiento, bastante lento como para percibirlo a la primera, pero bastante obvio como para ignorarlo a la ligera.
María Eugenia lo observó de arriba abajo, su cuerpo estaba bajo una cobija de lana, sin embargo, una de sus piernas se encontraba fuera de esta, regocijando gran cantidad de vellos que, a la simple vista de María Eugenia, le causaban gracia: es ilógico que en las mujeres sea mal visto mientras que en los hombres es normal.
Suspira agotada, toma sus pantuflas a tientas y se dispone a caminar por los pasillos de la pequeña finca de ladrillos en la que se encuentra. Toma rumbo directo a la cocina donde comienza su horario laboral el cual tiene un inicio, más no un final.
La finca se ubica en la espesura del llano, en Villavicencio, Meta. María Eugenia había sido educada en la ciudad, sin embargo, cuando se desposó con Juan Antonio, su vida citadina dijo adiós. Ahora, lo lamentaba, lamentaba haberse casado a tan temprana edad y no haber estudiado quizás uno o dos años más, lamentaba depender de un hombre, el cual la consideraba más que su mujer, su sirvienta, lamentaba tantas cosas, ¿pero de qué servía lamentarse ahora? Ya qué, si se quejaba o no, tendría que seguir levantándose antes que todas las personas y seguir acostándose de últimas hasta no dejar la casa medianamente impecable, para el otro día.
Al llegar a la cocina toma una olla, introduce agua en ésta y la ubica en la estufa con fuego medio, mientras va en busca de la taza donde se encuentra el café. Después agrega un poco al agua hervida, toma su desayuno al lado de su esposo, quien ya está organizado para ejercer su trabajo como maestro de construcción.
Para Juan Antonio, el horario laboral es tortuoso, pero al contrario de María Eugenia, tiene un inicio y un fin. Cuando su marido se marcha a las siete de la mañana, llega su rutina en donde debe dividir su tiempo entre arreglar y dejar impecable la casa, los cuartos, los servicios de cocina y baños, en donde ninguna capa de polvo se note o alguna telaraña cuelgue del techo y comprar los elementos del almuerzo para poderlo preparar.
Sus tardes las destina a ver una que otra novela de los canales que la señal logra transmitir, mientras plancha y dobla ropa. A las cinco de la tarde, se sienta en el porche de la finca en una silla mecedora, mientras teje un abrigo para sí misma y toma su taza café ininterrumpidamente.
Llegan las seis y treinta de la tarde y su esposo retorna a casa, en donde toma posesión de la silla mecedora para ser atendido por su dócil esposa. Al llegar la noche, María Eugenia vuelve a encontrarse en la misma situación de cada día, y se pregunta: ¿cuánto durará este tormento?
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